
Uno de los mayores retos ha sido la reformulación de los procesos de producción. Muchas marcas estaban acostumbradas a trabajar con sistemas de talles propios, a menudo limitados y poco representativos de la diversidad corporal argentina. Adecuarse al SUNITI implica rediseñar moldes, ajustar maquinaria, capacitar personal y modificar estrategias de comercialización. Para muchas empresas, especialmente las pequeñas, esto representa una inversión considerable. Para otras, más grandes, la resistencia ha sido ideológica: sostener talles exclusivos ha sido durante años una herramienta de posicionamiento de marca.
Otro desafío importante es el control. A pesar de que el cumplimiento de la ley es obligatorio, la fiscalización por parte del Estado aún es insuficiente. Muchas marcas siguen sin adaptarse completamente al SUNITI, ofrecen una variedad limitada de talles o no brindan información clara sobre las medidas de cada prenda. La falta de sanciones concretas ante estos incumplimientos debilita la autoridad de la ley y perpetúa la desigualdad.
En el ámbito digital, las plataformas de e-commerce han tenido que revisar sus prácticas. Si bien algunas han avanzado en incorporar tablas de medidas actualizadas y etiquetas estandarizadas, otras continúan presentando talles en nomenclaturas confusas o sin correspondencia con el SUNITI. Esto perjudica al consumidor, que no solo corre el riesgo de recibir un producto inadecuado, sino que también se ve afectado por políticas de devolución poco claras o costosas.
La ley también ha puesto en el centro del debate el vínculo entre moda y salud mental. La frustración de no encontrar ropa adecuada afecta la autoestima y puede desencadenar trastornos alimentarios, especialmente en jóvenes. La falta de talles disponibles no solo limita el acceso a un bien básico como la vestimenta, sino que también reproduce estereotipos y violencia simbólica contra cuerpos no normativos. En este sentido, la Ley de Talles tiene un impacto profundo: apunta a desarmar un sistema que ha estigmatizado históricamente a gran parte de la población.
Frente a estos desafíos, las organizaciones de consumidores, colectivos feministas y agrupaciones por la diversidad corporal han sido actores fundamentales. A través de campañas de concientización, informes y denuncias públicas, han mantenido el tema en agenda y han exigido mayor transparencia y compromiso por parte de las marcas. Esta presión social ha sido clave para visibilizar la problemática y empujar cambios que de otro modo serían postergados indefinidamente.
La Ley de Talles no es el final del camino, sino el punto de partida para transformar una industria arraigada en paradigmas obsoletos. Su implementación efectiva exige no solo normas, sino voluntad política, control estatal y una ciudadanía empoderada que reclame su derecho a ser vestida con dignidad. En definitiva, no se trata solo de talles: se trata de inclusión, representación y respeto.